Mateo 23,1-12. ?Solo es vuestro Padre, el del cielo?
«En aquel tiempo, habló Jesús a la gente y a sus discípulos, diciendo: «En la cátedra de Moisés se han sentado los escribas y los fariseos: haced y cumplid todo lo que os digan; pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos dicen, pero no hacen. Lían fardos pesados y se los cargan a la gente en los hombros, pero ellos no están dispuestos a mover un dedo para empujar. Todo lo que hacen es para que los vea la gente: alargan las filacterias y agrandan las orlas del manto; les gustan los primeros puestos en los banquetes y los asientos de honor en las sinagogas; que les hagan reverencias en las plazas y que la gente los llame ?rabbi?. Vosotros, en cambio, no os dejéis llamar ?rabbi?, porque uno solo es vuestro maestro, y todos vosotros sois hermanos. Y no llaméis padre vuestro a nadie en la tierra, porque uno solo es vuestro Padre, el del cielo. No os dejéis llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro, el Mesías. El primero entre vosotros será vuestro servidor. El que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».
Hoy la palabra nos invita a preguntarnos cómo son nuestras relaciones sociales. Nos pregunta acerca de cómo vemos y vivimos la autoridad, el poder y el sueño de Dios sobre la fraternidad universal que Él viene a instaurar. Jesús describe como en su tiempo las autoridades religiosas ocupaban un puesto de privilegio en una sociedad teocrática. Los representantes de Dios se convierten en los dirigentes de las leyes y de las conciencias, tanto del mundo civil, económico, afectivo y religioso. El pueblo judío vivía sometido a una cantidad innumerables de normas y prescripciones que se quedaban reducidas a un montón de normas y ahogaban el espíritu. En su origen todos los mandamientos nacieron de la respuesta agradecida del pueblo al salir de la tierra de la esclavitud y caminar hacia la liberación. Pero con el tiempo la gratitud se convirtió en carga pesada. Y el Templo y sus sacerdotes se convirtieron en vigilantes del orden y la moral, olvidando la experiencia de liberación que Dios les ofrecía.
Recuperar la mirada limpia acerca de quienes son los otros, nunca rivales o enemigos. La autoridad en clave de Evangelio se convierte en servicio. El que quiera ser grande se vuelva servidor, como Jesús ejemplifica en el lavatorio de los pies. Solo unas relaciones de igualdad, transversales, fraternas, sinodales pueden construir Reinado de Dios. Ellas nos permiten ver en la desnudez de nuestras vidas las huellas de Dios que nos convierte en hermanos. Encontrarnos con nuestros propios límites no puede conducirnos a la desolación, al miedo, ni a la decepción o desconfianza respecto a los demás. Claro que todos tenemos límites y carencias. Pero si en vez de vivirlas en modo juicio y crítica, las vivimos como una ocasión para ser compasivos y misericordiosos, inauguramos que el reino de Dios está entre nosotros.
No merecemos el amor. No podemos construir una vida a golpe de acumular méritos para que los demás nos consideran valiosos. Nuestro valor, lo que nos hace preciosos, no está en nuestras capacidades, talentos o habilidades. El valor no está en lo que hacemos, sino en lo que somos. Sí una persona nos deja de querer al conocer nuestros fallos, es que nunca nos ha querido. Lo que ha hecho es acercarse a nosotros porque de una manera interesada ha sacado algún beneficio. Los que de verdad nos aman permanecen en la salud y en la enfermedad, en el éxito y en el fracaso, en los aciertos y en los errores. Y sobreabunda su amor, cuando menos lo merecemos, porque es cuando más lo necesitamos. Esa es la misión de la autoridad, ayudarnos a crecer, a vivir cada vez más confiados en las manos de Dios.